miércoles, 13 de marzo de 2013

El hermano mayor

"No hay más que una educación, y es el ejemplo" -Gustav Mahler, compositor-


Como es lógico, nadie elige donde nace, ni como y por lo tanto nadie puede elegir el puesto que ocupa entre los hermanos. Yo nací el primero de cuatro hermanos. Nací como primogénito claro, pero no como hermano mayor, claro... aún. El cargo lo imponen los que vienen detrás. Al igual que uno no nace sabiendo ser padre, el cargo de hermano mayor va aprendiéndose con el tiempo. La diferencia es que ser padre, la mayoría de las veces, se busca. Ser hermano mayor te lo imponen las circunstancias. Lo bueno es que aprendes a serlo casi al tiempo que aprendes a hablar, a andar, a hacer caca sólo. A ser padre aprendes cuando te hacen abuelo y dejas de ser padre.

El caso es que te ves de pronto envuelto en un mundo nuevo. Eras el rey, aunque a veces ni te dieras cuenta, y de pronto pasas a ser el mayor. Un cargo lleno de sinsabores y responsabilidades que, ni tú pediste, ni te explicaron cómo. Cuando llega el hermano nuevo, todas las atenciones que antes tú recibías, pasan al nuevo hermanito.

Pero no queda ahí la cosa. Te hacen responsable de él. De lo que le pase, de lo que le hagas, de lo que te haga. Que sí, que también cuando se rompe algo es fácil señalarlo y decir: “Ha sido él”. Sabes que no se va a llevar una regañina como la que sin duda te caería a ti. Porque ya cuando haces algo, lo que sea, todo se basa en que eres el mayor.

Te caes, el mayor y el más torpe. Lloras, el mayor y el más llorón. Te pega, te aguantas que eres mayor. Le pegas, hay que ver pegarle al pequeño, siendo el mayor. Si le dejas hacer, porqué no tuviste cuidado siendo tú el mayor. Si le controlas, deja a tu hermano tranquilo. Y así hasta el desquicie.

Tienes todos los sinsabores de ser el jefe del batallón de enanos (cargas, cuidado de la tropa, máximo responsable final, etc.), pero sin los beneficios (poder, mando, autoridad, gobierno).

Eso sí, tienes en cambio otras dotes que te compensan en parte. Jerarquía (a veces), influencia sobre sus gustos (a veces), arbitrio cuando hay más hermanos menores (a veces), fuerza (a veces), poder de convicción (pocas veces) y consejo (menos aun).

 

Los unigénitos no saben de qué estoy hablando, puesto que ellos no han tenido que competir en el nido de águilas que es un grupo de hermanos. Los hermanos que siguen al primogénito, aunque tengan hermanos detrás, no tienen esa responsabilidad.

 

De todas formas, cuando el tiempo pasa y te haces mayor, comprendes al fin lo que te ha supuesto ser el hermano mayor. Lo que has aprendido desde la más tierna infancia y como te ha influenciado a lo largo de tu vida. Lo que de hecho, te ha hecho ser como eres.

Tú has tenido el privilegio de ser, al menos por unos pocos años, el único receptor de todos los mimos y cuidados de tus padres y abuelos, y sin embargo no te han hecho convertirte en un pequeño emperador, porque para eso vino el segundo (y el tercero, y el cuarto…) para ponerte los pies en el suelo.

Tú has conocido lo que es tener que velar el sueño del hermanito mientras tu madre hacía otras cosas. Te dieron dotes de guardián. Sin saberlo y sin pedirlo, pero las tienes.

Tú has tenido que enseñar a los que te sucedieron todo lo que sabías. Te dieron dotes de maestro, de consejero. Porque tú ya pasaste por todo lo que ellos pasarán más tarde. Tus experiencias, tus aciertos y errores, ellos ya sabrán como actuar ante semejantes situaciones (si aceptan tu consejo, claro).

Tú eres más grande que los amigos de tus hermanos, e igual que los mayores que puedan acercárseles. Te conviertes en el defensor.

Es posible que a veces los uses, como dije, de comodín cuando algo se rompe, pero también sabrás sacarlos de apuros ante tus padres y “taparles la pisada” (en mi tierra, ocultar un error). Tú eres el escudo de sus locuras.

Es posible que les obligues a hacer cosas por ti, como pruebas o alguna maldad que en ellos serían menos punibles, incluso puede que a veces peques de comodón y les hayas tenido alguna vez de correo o de mando a distancia (alguna ventaja tiene que tener), pero también has sido el que les has vestido, limpiado, portado en brazos o en la espalda…

Tú eres el que has inventado todos sus juegos, les has enseñado todos los trucos, les has mostrado todas las trampas en las que no deben caer. Les prestaste tus juguetes más preciados y como recompensa los recibiste rotos, descuartizados, mordisqueados, babeados y sucios.

No saliste a la calle aquel día en que tu hermano estaba enfermo, porque él se quedaba aburrido en cama. No fuiste al cine porque él quería acompañaros y tus amigos no querían. Te peleaste con tu colega de juegos porque o entraba tu hermano en el equipo o no jugabas. Siempre fue el cascarón de huevo mientras tú caías pillado.

Hiciste mil tonterías para que se riese mientras tu madre le ponía mercromina en la rodilla repelada.

Sufriste sus llantos, lo acompañaste, lo guiaste, lo defendiste, lo cargaste, lo sujetaste, lo empujaste, lo aupaste, lo alcanzaste, lo dejaste ganar, lo aconsejaste, lo ocultaste, lo antepusiste, lo vestiste, lo ensuciaste, lo limpiaste, lo enseñaste, lo usaste, lo mangoneaste, le mostraste el camino y lo vigilaste.

Y como recompensa por todo ese trabajo colosal e ingente tuviste tan solo, (¿tan solo?) su mirada de orgullo. Cuando llegabas al mueble donde él no llegaba, donde estaba aquel dulce y se lo alcanzabas. Cuando eras capaz de levantar aquello tan pesado que él no podía levantar. Cuando adivinabas, como por arte de magia, qué carta escondía tras la espalda. Cuando te enfrentabas a aquel niño que siempre estaba haciéndole llorar y lo ponías en su sitio, y encima le advertías: “y pobre de ti si vuelves a tocar a mi hermano”. Cuando soportabas sobre tu cabeza y hombros sus patadas para que pudiese ver al otro lado de la valla. Cuando como un fiero cazador le sujetabas el peligroso saltamontes que se defendía a espinosos zancazos o aquella escurridiza lagartija. Cuando aquel gigantesco perro salió al camino, como un monstruo de enormes fauces y le colocabas tras de ti, como haría un paladín de leyenda. Cuando le contabas aquella historia que nadie conocía, y que solo tú, y ahora él sabríais. Cuando le abrazabas bajo la manta mientras afuera tronaba. Cuando sabías, como poseedor de un arte arcano, en qué momento cruzar la calle sujetándole la mano con fuerza y además tenías ese don comercial de saber cuantas monedas había que darle al quiosquero para disfrutar de un puñado de caramelos.

Escasa recompensa entonces, pero tan codiciada hoy. Qué poco podían saber tus padres el héroe que tenían en casa. Cuánto ignoraban del enorme trabajo que les estabas ahorrando. Qué poco podían intuir de la inmensa labor que día a día obrabas en la mente de aquel pequeño remedo tuyo.

En definitiva, te habían hecho padre, o madre, sin pedirlo y sin advertirlo. Y a veces incluso lo hacías mejor que ellos, preocupados más por la salud y la bufanda, la alimentación y las verduras, la economía y la escasez de juguetes que este año tenían los Reyes Magos en Oriente. Pero aunque no lo pediste, ni lo solicitaste, eso no quiere decir que no lo aceptaras. Unas veces con menos convicción que otras es cierto, pero sin flaqueza. No se puede dimitir una vez te han impuesto el cargo. La renuncia o la deserción es imposible. No habrá marcha atrás en esta empresa. Quemaste tus naves, sin saberlo ni quererlo, en el mismo momento en que miraste aquella carita hinchada y sonrosada. Y aunque pasen los años, aunque todos tus hermanos pinten canas y tú mismo veas en el espejo a tu padre (o a tu madre), para ti siguen siendo los mismos que lloraban en un rincón cuando mamá le riñó porque se rompió el cochecito o la muñeca, y en un momento de descuido te acercabas y le decías al oído: “No llores, ahora te lo arreglo yo”.

De pronto, por circunstancias de la vida, ves tu puesto usurpado por quien no quería conformarse con su puesto de segundón, arrastrando con él al resto de hermanos. Algo que a primera vista puede parecer inútil y estéril, pero por menos mató Caín a Abel. Un rencor guardado desde la infancia. El no aceptar que tu hermano mayor es entre los hermanos, el que en ciertos eventos familiares debe hacer de eso, de hermano mayor. Un cúmulo de estupideces que a la larga deterioraron las relaciones familiares.

Pero esto es como antaño era el pertenecer a la nobleza. No porque te arrogues un título u ostentes un escudo pintado en la puerta de tu casa eres noble. El noble es noble, o debería serlo, no porque te antepongas la palabra o firmes bajo un membrete heráldico. El autentico duque lo es porque nació duque. Y como el hábito no hace al monje, con el discurrir del tiempo, cada cual dio lo que era en sí. Amiguete, para dar clase de matemáticas, lo primero es saber los números. Como dicen los castizos, “haberlo mamao”.

El hermano mayor no solo es ser el que, en la boda de tu hermana diriges el momento en que suena la marcha nupcial. El que decide en una cuestión familiar. El que habla con esa suficiencia de saberlo todo. El que impone y pone la última palabra en la discusión. Quizás eso es lo único que él veía, o creía ver. Quizás desde ahí abajo todo se ve distinto y la figura del hermano mayor te parece una alegoría del poder. Errado estaba y erró en su acción.

Obvió el sacrificio, la dedicación, la generosidad, la diplomacia, la conciliación, la experiencia, la prudencia, la preparación, la paciencia, el saber escuchar, el leer entre líneas o en una mirada. Cosas que no se aprenden de un día para otro, sino desde que te agarran el dedo y no lo sueltan, desde que tienes que compartir tu cama y tus juguetes, desde que te quedas sin ese yogur que te reservaste porque al pequeño se le antojó. Que bastaba oír cerrarse la puerta de una forma para saber si ese día, su hermano había roto con la novia. Que te pregunten mil veces porqué y mil veces más pero porqué. Que tengas siempre detrás de ti, una pequeña sombra siguiéndote y observando cada movimiento, para repetirlo. Todas esas cosas que él segundo (ni el tercero, ni el cuarto) nunca tuvo que vivir, el placer de sentir. Todas esas cosas que te hicieron ser un pequeño padre/madre cuando aun no había dejado de ser hijo.

El tiempo pone las cosas en su sitio, y después del fallido intento, dejó “el cargo” por falta de vocación, quien no estaba preparado para soportar la tarea. Pero ya nada pudo volver a ser lo mismo.


 

jueves, 7 de marzo de 2013

Tengo miedo.



Siento miedo, he de admitirlo, siento mucho miedo. Cada mañana que hay una asamblea y se decide que hay que salir a la calle. Se da una fecha y la noche antes siento miedo.

Verás, yo no me he criado en un barrio muy conflictivo, aunque la verdad había de todo un poco. No he vivido una guerra, por ahora. Mi vida ha transcurrido dentro de la normalidad. Pero cada vez que sé que va a haber una marcha reivindicativa siento miedo. Porque les tengo ahí delante. Están preparados para ello. No retroceden. Avanzan al paso unas veces, corriendo otras. Armas en mano y disparando. Reciben órdenes y las acatan. Sin cuestionárselas.

Nosotros en cambio vamos de forma caótica. Unos dicen que adelante, con todas las consecuencias. Otros que a donde vamos a ir, que hay que quedarse esperando que las cosas se arreglen por los que están arriba.

Y yo me suelo quedar en medio. No soy un héroe, eso está claro, pero tampoco soy un cobarde. Y como yo, creo que la inmensa mayoría. Pero intuyo que todos, incluso alguno de los que están delante, también tienen su porción de miedo. O eso, o son unos inconscientes. He visto muchos pelotazos ya y mucha sangre en las caras como para no tener miedo. A veces ese miedo no es tanto por el dolor físico, sino por el daño económico, que no moral, a mi familia. Te dan un porrazo o un bolazo y bueno, a no ser que por desgracia te saquen un ojo, se cura a los pocos días. El daño moral, pues cero. Lucho por ellos, por mi familia, y eso lo saben, y por eso me apoyan. Pero te detienen y te caes con todo el equipo, porque ya es una persecución continua. Pero bueno, más cornadas da el hambre que decía el torero.

 

Pero la tensión es grande. Son un batallón de 15 ó 20 armarios cubiertos de protecciones y escudos. Armados de porras, escopetas, bolas de goma y botes de humo. Y lo que es peor, amparados por la ley. Tienen la mano libre para golpearte y machacarte, y si protestas, te llevas otro. Luego no tienes defensa, tú eres un terrorista. Los veo y siento miedo.

 

Pero no solo les temo a ellos. Temo también a los culpables de la situación. A los directivos de mi empresa que no sé si son unos inútiles, o siguen unas directrices bien marcadas desde el gobierno central, para ahogar nuestra capacidad de trabajo. No hay barcos para hacer en la Armada, pero tampoco los buscan en el exterior. O eso parece. Y nos dicen que para ser solventes tenemos que apretarnos el cinturón. Y ser competitivos, y trabajar más y mejor. ¡Trabajar en qué! Si sois unos inútiles que no habéis querido o sabido proveernos de ese trabajo. Pedís productividad, pero no nos dais productos en que ejercerla. Sois unos cachondos hijos de puta o eso me parece a mí. Me dais miedo porque jugáis con nosotros los trabajadores, como en una partida de ajedrez contra el partido que esté en la oposición. Ahora muevo, ahora me quedo en casa, ahora sacrifico este peón, ahora lo pongo delante del rey. Os veo y siento miedo.

 

Tengo miedo de los que están fuera. De los vecinos de esta Bahía de Cádiz. Unos por pasivos y otros por reaccionarios. Critican y piden que echen a la calle a más de mil trabajadores, más de mil familias. Porque están hartos de cortes de carretera dicen. No pueden acudir a sus citas dicen. Y luego argumentan que están parados y que a ellos nadie les ayudó. ¿Te ayudaste tú, apoyaste a tus propios compañeros? Entonces no mereces criticar a nadie. Decís que si desaparecemos la Bahía tendrá futuro. ¿Pero será un buen futuro? Para un pueblo que no tiene nada, solo esto, agrio futuro le auguro.

Mil familias ocupadas, más otras 8 mil posibles como en la última década, eso sí es futuro. Y el resto, los que miráis desde el balcón o la pantalla, y no va con vosotros. ¿Cuánto tiempo creéis que durará esto? Si ya estáis jodidos y agobiados, imaginaos cuando mil familias más acaben en el paro, y no haya posibilidades para otras miles más de conseguir un trabajo. Id echando el cierre a vuestros negocios.

No nos teneis envidia, creo que no, es algo peor. Es odio. Por eso os tengo miedo. Porque apretaríais el gatillo sin pensarlo. Como hace décadas.

 

Siento miedo por estos que nos gobiernan. Porque no se avergüenzan de llevar a los que están a su cargo a la miseria, al hambre y a la calle. Porque ven como su tierra, esta Bahía de Cádiz, se va al carajo y no hacen nada. Mas bien al contrario, rapiñan los pocos pedazos que aun quedan, para poder vivir bien hasta que algún escándalo los lleve, sin un ápice de sonrojo o arrepentimiento, ante un juez. Ellos que han nacido y se han criado entre sus vecinos, no sienten un mínimo de lástima mientras su pueblo se hunde. Me dais miedo porque no tenéis conciencia y no sé hasta donde seriáis capaces de llegar por unos miles de euros más en la cuenta.

 

Miedo me dan también, por desgracia, los que se suponen que trabajan por que no nos vayamos al carajo. Los sindicatos, los partidos de izquierdas, los que están “de nuestro lado”. Porque veo que la izquierda cada vez se arrima más al centro, y de tanto arrimarse se nos pone a nuestra derecha. Porque parece que hacen, pero no hacen. Porque dicen que hay que hacer, pero luego nos ponen freno y bocado. Porque nos arengan y luego nos dejan solos. Hasta nos critican. Me dais miedo porque no tenemos a nadie más en quien confiar y ya no me fío de vosotros. Porque ocultáis un algo que no sé qué es. Porque os veo como al pastor que negocia con el matadero, y os conformáis conque al menos nos matarán con humanidad para que no suframos mucho. Por nos veis balar y temblar, y nos miráis como una masa apretada que se mueve a una orden, fieles y confiados. Despreciáis, ultrajáis y menospreciáis a aquellos que os dan la confianza. Porque en realidad estáis al mismo nivel de los que decís combatir. Me dais miedo porque nos lleváis de la manita al borde del precipicio.

 

 

La verdad es que el miedo se ha instalado en nuestros corazones. Pero no creáis que os va a salir bien. La bestia está agazapada esperando un resquicio para regresar y ocupar el lugar que le arrebataron. Esperando que alguien la despierte y le pida la salvación. No vamos a permitirlo.

 

Aun parece que aguantaremos un golpe más, un despido más, un escándalo más, un desahucio más, un sinvergüenza más. Pero no será siempre así. Porque nos estáis cortando todas las salidas. Los que nos golpeáis, los que nos vendéis, los que nos odiáis, los que nos criticáis y los que nos traicionáis. Estáis acorralándonos, quitándonos todas las ilusiones y todas las esperanzas. Y cuando ya no nos queden esperanzas, cuando no tengamos nada que perder ya. Cuando estemos entre vuestras espadas y el abismo, entonces no tendremos otra salida que acabar con todo. El miedo se convertirá en rabia y la rabia en ira. Y cuando os estalle en la cara, no tendréis donde esconderos.

Tengo miedo, sí, ¿pero hasta cuando?
 

Como dijo Cervantes en El Quijote: Las cañas se tornarán lanzas.