lunes, 6 de diciembre de 2010

La huella

La pasada fiesta de “Todos los Santos”, Samhain para los amigos, me han contado un chiste que me ha hecho escribir esta parrafada.

Se trata de un fulano que se muere y un conocido le encarga la lápida y un epitafio. Para ello llama a un marmolista que a la vez es poeta y le pide que ponga algo referente al muerto, nada de los típicos “Descanse en paz” o así. El hombre le pregunta el nombre del difunto: Juan Romero. También quiere indagar la vida de este hombre para encontrar algo que pueda distinguirlo o calificarlo en su epitafio. El conocido le comenta que Juan no hizo gran cosa en la vida, para ser sinceros, no hizo nada. No tuvo hijos, no tenia un hobbie, no tenia inquietudes artísticas, no pertenecía a ningún grupo ni nada por el estilo, nada. Tres días después el conocido va a ver la lápida que ya está colocada en su sitio y lee: “Aquí yace Juan Romero, del coño de su madre al agujero”.

Se me ocurren tantos que conozco que podrían llevar ese epitafio el día que la espichen. Gente que pasaba por aquí. Que cuando desaparezcan serán quizás un recuerdo durante unos años pero nada más. No hablo de esos pobres que nada tienen y que se mueren en cualquier parte dejando tan solo un cadáver que alguien con un poco de suerte recogerá. Esos desahuciados del mundo de quien nadie habla, en quien nadie repara, “los nadie” que decía Galeano . Yo me refiero a todos estos que pudiendo ser, no son.

No es que tengamos la obligación de hacernos famosos, es tan solo la de dejar una huella en el mundo más allá de alguna foto perdida en un cajón o una lápida como la del pobre Juan Romero. Y habrá quien me diga que tener hijos es dejar una huella. Pues tampoco es la clave, porque hay quien los tiene y no deja en ellos nada más que un parecido a veces ni razonable. Hay gente que me dice que los hijos deben crecer con total libertad de opinión y creencia. Yo les digo que, pobres adultos me estáis dejando para el futuro. O quizás es que ni tú estas seguro de tus opiniones o tus creencias. “No debes influir en ellos” dicen algunos. ¿Influir? Ah, ahora educar es influir. Claro, cuando no hago lo que tú supones que es correcto es influir. Dejadme que os diga que yo SÍ influyo en mis hijos, ¿quién si no va a hacerlo, el vecino? Considero mis ideales, mis creencias, mis convicciones y mis actos los correctos y el modelo que deseo para mis hijos. ¿Pero cómo habría de ser si no? En caso contrario o seria un hipócrita o un farsante. Mi forma de ver el mundo es, como es lógico, la que vivo. Respeto las formas de los demás siempre que ellos sean respetuosos y eso también se lo inculco a mis hijos. Trato además de que me vean hacer lo que creo correcto, no solo decirlo. La mujer de Cesar no solo ha de serlo, sino parecerlo.

Cuando sean mayores y lleven las riendas de sus vidas escogerán de mí lo que les parezca correcto y se rebelarán contra lo que consideren que confundí. Quizás nada, quizás se guiarán por lo que otros les vayan diciendo. Todo está en manos del destino. Sin embargo yo espero que mis valores les lleguen y los hagan suyos y que los pasen a sus hijos. Esa es la huella del hombre. Que un día en que yo no esté alguno diga: “Mi padre decía esto o aquello y es lo correcto”.

Hay personas, esas que pasan por pasar, que se me asemejan a las vacas que pastan y ven pasar el tren. Las miras y ellas te miran, y están ahí pero el tren pasa y ellas siguen pastando ajenas a los que vamos dentro del tren. Su vida sigue impasible y en ti no quedará nada de ellas. Vidas que hoy son simples y vanas pero que mañana ni habrán sido. No dejan recuerdo. En mi pueblo los llamarían cortos de genio o “sinsustancias”.

A algunos nos da por escribir, a otros por pintar. Otros, no todo el mundo tiene por que tener inquietudes artísticas ni siquiera atractivas, se dedican a hacer algo para que se les recuerde. Incluso el mayor hijo de puta queda en el recuerdo. Al menos ellos dejarán huella, negra pero huella al fin y al cabo. En el antiguo Egipto, gentes que tenían firmes creencias en el Más Allá, sin embargo tenían clara una cosa: desaparecer es simplemente el olvido. Me explico, para ellos que tenían una religiosidad extraordinaria el perdurar en el tiempo era el hecho de que te recordaran. El gran Ramsés II hizo que su nombre fuera tallado en monumentos y estelas el triple de profundo de lo que se solía poner para que el viento y la arena no lo borrase. Por el contrario el faraón hereje Ahkenatón y su descendencia, entre ellos el hoy famosísimo Tutankamón, eran desconocidos hasta que se descubrieron sus tumbas por casualidad por el hecho de que como castigo a su herejía sus nombres fueron borrados de cualquier monumento. Caracalla, Emperador de Roma, asesinó a su hermano e hizo borrar el rostro de Geta de todos los frescos o camafeos donde estuviere. La “damnatio memoriae”, el olvido.

Trabajo en un sitio donde en las peores épocas podemos juntarnos más de medio millar de personas, unos miles en los buenos tiempos. Hay algunas personas que pasan días y ni siquiera sé que han estado allí aunque las haya tenido a unos metros cada día. Simplemente pasan desapercibidas por que no hacen nada, no dan nada, no hacen ruido. No molestan, cierto, pero de tan poco molestar el día que dejen de ir no se les echará de menos. Alguno quizás sí y por eso sabremos que se han ido.

Yo por mi parte necesito dar mi opinión de las cosas que me rodean, que mi sentir cuente. No aspiro a ganar fama o descrédito, que alguno hasta se alimenta de la crítica y el caer mal. Solo aspiro a que mi sillón vacío se note. Al que le siente bien, me alegraré mucho, al que no que le den por culo.

Uladh dixit.