martes, 2 de marzo de 2010

Que buenos son los hermanos de la Salle, que buenos son que nos llevan de excursión

Aunque no lo parezca yo me eduqué en un colegio de curas. San Juan Bautista de la Salle-San José de Chiclana de la Frontera.

“Sinite párvulos venire ad me” rezaba a la entrada. Dejad que los niños se acerquen a mí, la frase que según el Nuevo Testamento pronunció Jesús de Nazareth. Una frase que en manos de los educadores de aquel centro, tanto laicos como religiosos, era una sentencia que a mi se me hizo tan simpática como compararla con el “Arbeit macht frei” (el trabajo os hará libres) del campo de exterminio de Auschwitz. ¿Para qué querrían que los niños se les acercaran, me preguntaba yo, para darnos mejor el bofetón?

Porque los “hermanitos” y los no hermanitos nos soltaban un bofetón a las primeras de cambio.
Todo empezó en parvulitos. A la tierna edad de 5 años me llevé mi primera “guantá” y alguien dirá: “Algo harías”. Sí, con cinco años habría yo hecho algo para merecerla. Pues fue porque, rezando a la hora de salir, el compañero empezó a sacarme cosas del pupitre y la “seño” me pilló guardándolos y, ¡oh horror!, saltándome el avemaría. Toma castañazo en “toa” la cara. Al día siguiente evidentemente cuando sonó la sirena, (porque en mi colegio íbamos a toque de sirena, que parecía que iba a desencadenarse un bombardeo) el nene no quería entrar. La señorita con una sonrisa de oreja a oreja le dijo a mi madre: “No te preocupes que yo ahora le doy un juguetito hasta que se calme y lo tengo a mi lado”. Los cojones. En cuanto cerró la puerta me zarandeó del brazo y me dio un cogotazo y “pal” pupitre. Y así a partir de ese día no solo le cogí a la señorita un miedo visceral sino un odio atroz y un deseo de venganza en todo mi ser que me llegaba hasta el alma. Deseo insatisfecho que hoy quiero saciar al menos escribiendo esto. Señorita Luli, va por usted esté donde esté, ojalá no sea torturando niños.

¿Pero, todos los niños éramos tratados igual? No amigo mío. En el colegio de La Salle de mi época habíamos dos clases de niños. Los hijos de comerciantes, ediles o gente bien de Chiclana y el resto, los hijos de trabajadores. Nos diferenciábamos hasta en la forma de llamarnos. Los niños bien eran llamados por su nombre de pila, el resto solo teníamos apellido. Una forma de impersonalizarnos digo yo, o de demostrar que con los otros tenían esa confianza que da el dinero que tenían en el banco. Y es que en aquella época el trabajador no tenia chalet, ni dos coches, ni se iba de vacaciones una semana a un hotel en Salobreña. En aquella época sí, había diferencias sociales y bastantes.

Y como párvulos, cada curso tenia su torturador, digo educador. En primero Don José Antonio que ya el nombre da miedo. Su hobby era caminar por la galería porticada con su metro y medio de estatura arriando patadas a quien osaba subir los escalones y adentrarse en sus dominios. Cual amo del calabozo no permitía ni tan siquiera el sentarse en la escalinata. Su adlátere era Don Tomás, el de segundo curso, un señor gordo con muy mala leche y una regla que era como un látigo. Como si fuera el Cid Campeador, dominaba el arte de la esgrima y de un solo mandoble te enviaba los deditos al otro barrio. Porque en mi época si charlabas en clase no te mandaban una notita a casa. Te llamaban de ipso-facto y tenias que extender la mano como si te fuesen a dar algo. Y vaya si te daban, 20 reglazos en “toa” la palma. Y ni se te ocurra quitarla. Cada “plas” nos dolía a todos como en carne propia. Todos teníamos una experiencia para sentirnos identificados con el supuesto malhechor. Recuerdo entre sus lindezas la de hacer que un alumno sangrara por el oído de una bofetada o romper su varita mágica en la espalda de otro. Un héroe de leyenda. De leyenda negra.

Tercero fue como un sueño. Nos llegó desde la ancha Castilla un hermano que acababa de salir de la mili. El hermano Javier. Un autentico educador. Nos trataba como lo que éramos, niños, simple y llanamente. Era un maestro, un amigo y un compañero. Nos castigaba cuando lo merecíamos, nos suspendía cuando no estudiábamos, jugaba con nosotros en el patio ante la inicua mirada del resto de las SS, nos ayudaba cuando lo necesitábamos y siempre hablaba con todos. Y cuando digo todos quiero decir a todos, porque para él no había ricos ni pobres, todos teníamos nombre. Repetimos con él en sexto curso y ese año se marchó y con él el buen rollo en clase.

Pero entre tercero y sexto, lógicamente estaba cuarto y quinto. En cuarto Don Juan Miguel, un hombre alto como el asta de una bandera, con la cara picada y el alma llena de agujeritos. Todo un hombre que con sus 1’90 casi de estatura me dio un bofetón y me lanzó desde su mesa hasta la segunda fila de bancas porque como no sabia hacer unas cuentas le dije que las dejé para que me las explicara en clase. Se asustó, más por lo que le pudiera caer que por lo que yo pudiera haberme hecho, porque lo primero que hizo cuando me levantó fue decirme que no se lo dijera a mi padre. Tambien recuerdo cuando estuve toda una tarde de rodillas limpiando una mancha de tinta en el suelo porque al ir a coger un tintero (estábamos haciendo manualidades) alguien lo dejó abierto y yo me comí el marrón al derramarlo. De nada valieron las lágrimas ni los “esques”, me cogió del cuello y me hizo arrodillarme y trapo en mano me tuvo frotando toda una tarde. La tinta no se quitó, te jodes mamón.

El de quinto, Don Javier, ni fu ni fa. Si no te interesaba el fútbol eras como el polvo de la tiza que caía de la pizarra. Ese año con no olvidarte el chándal ya pasabas desapercibido. Fijaos que no me acuerdo ni de la cara, solo que tenia bigote. Aprovecho este vacío para recordar a los hermanos directores. El hermano Maximiliano, tieso, seco y alto como un palo y un carácter que ya lo quisiera Torquemada. Él fue quien descubrió en mi al ateo que soy. Ya en tercero me decía: “Rodríguez, usted no tiene fe alguna”. Y yo me preguntaba que eso donde podía verlo. Yo no veía que me faltaba nada. Bueno quizás era porque en clase de religión le salía con preguntas trascendentales como:“Si al principio no había nada ¿Dónde estaba Dios? o que yo no entendía que Dios fuese tan bueno y amoroso y dejara que los negritos de África tuviesen hambre y enfermedades. Se ponía rojo hasta la calva y me mandaba a callar no fuera según él a contaminar al resto de mis compañeros. Cuando venia el hermano visitador, una especie de supervisor, me ponía en la última fila y me decía que ni se me ocurriese levantar la mano para preguntar tonterías.

En sexto, aparte de otros porque ya en ese curso empezabamos a tener varios profesores, nuestro Némesis se llamaba hermano Fermín, un autentico nazi. Por una "h" que no escribieras en "hacia" te podias dejar la patilla o perder la coronilla de un coscorrón. Eso era lo más inocente. Este buen hijo de la Santísima Iglesia Catolica nos cogia de la pechera para zarandearnos e insultarnos por cualquier cosa que al "obersturmanführer" no le pareciera bien.
Se nos murió el angelico. Ojalá esté en Cielo que allí seguro que no iré yo.


En séptimo me tocó el hermano Diego, uno que venia de progresista pero que solo le reía la gracia al poderoso. Se le ponía el bigote tieso cuando venia el padre de alguno que tuviese un negocio boyante en la ciudad. Corría por el pasillo como la novia a la que el novio viene a visitar después de tres meses embarcado, para recibirlos y acompañarlos hasta el despacho de la jefatura de estudios, y mano en hombro se reía como si estuviese hablando con Gila de tú a tú. El resto, espera en la salita y si puedo bajo.

Los lunes fila en el patio y a formar y cubrirse como en un cuartel. Todos los días padrenuestro y avemaría al entrar y al salir. Y como colofón aquella cantinela: “San Juan Bautista de la Salle, ruega por nosotros”. Y yo pensaba, nosotros te rogamos por nosotros mismos.

Y cuando nos ponían anualmente la película de Mel Ferrer “El señor de la Salle” y yo veía que aquel hombre bueno cuidaba y ayudaba a niños pobres y recibía palizas e insultos de su coetáneos y me preguntaba: ¿Habrán visto estos la película? Quizás cuando empieza se quedan dormidos o se van a hacer otras cosas y se pierden lo que es ser un “hermano de la Salle”.

Octavo y Don Francisco, mi maestro. El único que me ha enseñado algo. Con más buena intención que otra cosa. Llevaba una carpeta enorme llena de papeles y apuntes y guardaba los exámenes y trabajos de todos los cursos que había tenido bajo su mano.

Llegó tambien la época que tenia que hacer la confirmación y estando en un colegio de curas aquello era un acontecimiento. A primeros de curso pregunté al hermano Diego si aquello era obligatorio y al bueno del hermano se le ocurrió decir que no, que era un acto libre. Libre, al fin una palabra esperada por mí tantos años en aquella mazmorra sin cadenas ni paredes húmedas. Decidí por mi cuenta y riesgo que no haría la confirmación y me desligaría ya por fin de la religión en general y la católica en particular. Riesgo si, porque me costó el Graduado Escolar. Como lo oís. Resulta que el hermano Diego me daba religión y matemáticas. Ni que decir tiene que me dijo a las claras que no esperase aprobar ni una de las dos. Yo de la de religión pasaba totalmente pero era condición sine qua non para aprobar el curso y por ende toda la primaria. Me quedé para Junio y la respuesta cuando fui a hacer el examen de recuperación era que estaba muy liado con la fiesta de fin de curso y que mejor en Septiembre. Entonces no había sindicato de estudiantes donde acudir. Mi venganza fue cuando aparecí en Septiembre a decirle que se quedaran con sus exámenes de recuperación, su religión y bienaventuranzas y su Graduado Escolar. Yo ya para entonces había entrado en la Escuela de Formación Profesional de Puerto Real y había ingresado con un examen de cultura general que me salió, modestia aparte, de lujo. Y así se lo restregué por “to” la cara al hermano Diego que después corrió detrás de mí como aquella novia que yo imaginaba detrás de su novio el embarcado para que hiciese el examen de recuperación. “Ya pa qué” dije yo.

No he vuelto a entrar en sus instalaciones desde hace 25 años.

Y allí se quedaron, los hermanos de la Salle y sus maestros, las columnas de la galería y los grifos de agua que casi nunca funcionaban, los bofetones y los reglazos, el colegio y los hijos... de la Santa Madre Iglesia. Amen.